Las TIC han transformado de forma drástica nuestra forma de relacionarnos, de obtener la información, de comunicarnos… Sin duda esta nueva modernidad tiene muchas ventajas, pero ¿cuáles son los inconvenientes? ¿podemos medir el impacto ecológico y social de la Era virtual? ¿quién se beneficia?
El pasado diez de marzo estuve en la charla que hizo Óscar, compañero de ISF Andalucía, sobre “Donde habita internet: Tecnología, mitos y cambio climático”, y la verdad es que se generó un debate muy interesante, que supo a poco.
Comenzó el taller diciendo que íbamos a “tirar del cable” a ver hasta dónde nos llevaba eso, intentando acercar a nuestro imaginario todo lo material que hay detrás de la nube. Poco a poco conseguimos hacernos una ligera idea de lo físico y real que es Internet: ordenadores, móviles, routers, gigantescas naves repletas de servidores, y muchos, muchos cables, como para darle la vuelta al mundo 22 veces. Mi cabeza se iba llenando de “cacharros” como si se tratara de una gigantesca montaña de basura repleta de metales y plásticos, echando humillo de la cantidad de energía (fósil) que hay detrás para que todo funcione correctamente.
Enormes centros de datos para satisfacer a esta sociedad hiperconsumista, en la que queremos estar conectadas siempre, y queremos cada vez más velocidad. Que nada falle o se acaba el mundo.
Las TIC (Tecnologías de la Información y las Comunicaciones) han transformado de forma drástica nuestra forma de relacionarnos, de obtener la información, de comunicarnos… por un lado han favorecido el compartir información y conocimiento, ya sea a través de un blog, de comunidades on line, o páginas web, y nos permiten interactuar e intercambiar con cualquier rincón del mundo y en tiempo real. Pero, ¿nos hemos parado a pensar cuál es el impacto ecológico de todo esto? ¿podríamos ponerle números al consumo material y energético de “la nube”? ¿cuál es el coste ecológico de fabricar un “smartphone”? ¿y el coste social?
Estamos ante otra vuelta de tuerca del capitalismo más descabellado, en el que los costes ambientales y sociales no se reflejan y únicamente nos muestran los beneficios de un modelo de desarrollo que nos convierte en una sociedad de seres cada vez más aislados y más individualizados.
Y ante esta realidad, lo único que nos faltaba es una pandemia. El miedo al contagio, el aislamiento físico por obligación y el recomendado distanciamiento social están haciendo que la única vía de escape sea la virtualidad. No es algo nuevo desde luego. Nuestro consumo se hace cada vez más a través de internet, ya sea para adquirir todo tipo de bienes, desde ropa hasta comida o muebles; o para ocio, usando las tecnologías para consumir por ejemplo películas, música, o periódicos.
Como citan en algunos textos, hemos pasado del capitalismo industrial al capitalismo digital. Las grandes empresas multinacionales, las GAFAM (Google, Amazon, Facebook, Apple y Microsoft) nos espían y rastrean para comercializar con esa información, e incluso ahora con la locura desatada por la crisis sanitaria, los Gobiernos ven en ocasiones luz verde para implantar sistemas de vigilancia, amparándose en que es por el bien de la sociedad, para controlar la evolución de los contagios.
A la vez que sin darnos cuenta (o sin querer darnos cuenta) la tecnología se va apoderando de nuestras relaciones y nuestro tiempo, recibimos con alegría la adaptación de la sociedad a esta modernidad. La pandemia ha obligado en parte a las Administraciones Públicas a agilizar su metamorfosis hacia la Era digital para facilitar a la población realizar trámites burocráticos a través de internet, también se han buscado soluciones por parte de las empresas para teletrabajar lo que puede ser positivo para ganar en conciliación entre la vida laboral y la personal, y se han puesto al servicio de la población algunos portales de información y espacios de cultura que antes no eran tan accesibles. Pero ¿nos hemos parado a pensar qué pasará ahora? ¿esta digitalización provocará una disminución de las plantillas en las empresas públicas o privadas? ¿es una mejora o estamos deshumanizando aún más el día a día? ¿es una medida de bien común o solo se busca abaratar costes? ¿esta accesibilidad universal digital es posible o estamos dejando a alguien atrás?
Sin lugar a dudas, en todo este auge de lo virtual sobre lo presencial las grandes damnificadas están siendo las personas mayores y aquellas en riesgo de exclusión y pobreza.
Otro daño colateral está siendo la desarticulación de la sociedad, lo que está llevando a desinflarse a innumerables organizaciones sociales. La pérdida de contacto físico, del intercambio de ese calor humano que se genera cuando se comparten ideales, hace que se disipe la energía que mantiene en pie la fuerza de la movilización social. Estamos frente a una epidemia de desarticulación y debilitamiento de lo común, acentuada por la desafección política que está acompañando a la situación de emergencia.
Es el momento de poner la vida en el centro, de relocalizar las comunicaciones, de decrecer en el uso de las tecnologías para crecer en las relaciones humanas, es el momento de tomarse un respiro, de disfrutar de las personas, de compartir y repensar qué tipo de sociedad queremos.
Somos conscientes de que no hay un planeta B, y nos enfrentamos a un crecimiento exponencial del uso de las tecnologías que conlleva a su vez un crecimiento exponencial de consumo energético y material. Hay que hacer un llamamiento a consumir con coherencia, también cuando hablamos de nuevas tecnologías y de internet.
La tecnología no nos salvará.
Por Marta González Muñoz, voluntaria de ISF Andalucía
Foto de portada: Marcnovac – Own work, CC BY-SA 4.0, en Wikimedia Commons
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